Jesús toma por auxilio en la Santísima Virgen, como una Eva nueva
En el momento de su resurrección, Jesucristo, impregnado de divinidad,
radiante de la claridad y del esplendor de su Padre, lleno de sus mismos
sentimientos e inclinaciones, se une a la Santísima Virgen en su
esplendor divino, y por el amor de Dios, su Padre, llega a ella como
el más bello objeto que jamás existió después de Dios. Él vive en ella,
y ella en Él; y como, en su resurrección, está revestido con los
mayores títulos de honor, que su Padre le da en recompensa por las
ignominias padecidas y por su muerte. Jesús, maravillado ante la belleza
y la perfección divina que destellan de su Madre, y del amor que ella
le dio pruebas durante su Pasión, quiere que ella misma participe de su
triunfo y de su gloria.
Así pues, habiendo recibido de Dios, en su resurrección, poseer en sí
misma la vida para darla a todos los hombres y justificarlos por el
principio de la justicia divina que reside en Él, recurre a la
Santísima Virgen, en auxilio, como una Eva nueva; y al mismo tiempo, la
hace compartir todo lo que recibió de su Padre, para convertirla en
Madre de los vivos.
¡Oh, Dios Supremo! ¡Qué secretos inexplicables están contenidos en este
misterio divino de la unión del Hijo de Dios con su Santa Madre! ¡Qué
comunicación íntima, qué donación de lo que Él es y de lo que posee no
le hace el día de su resurrección!
¡Oh maravilla de las maravillas! Todo lo que Jesucristo hará desde el
momento de la formación de la Iglesia hasta el día del Juicio, lo formó
en su Madre y de manera más perfecta, más elevada, más santa, más
divina, de como lo hubiera hecho a través de todos los cristianos, a lo
largo de los siglos!
No me sorprendería que San Juan haya oído, mejor que nadie, el misterio
santo y glorioso de la Iglesia de Dios, ya que tuvo siempre frente a él
a la Virgen Santísima, en quien veía la Iglesia resumida y reunida.
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